Pescando en el Muelle Real

En una tarde de diciembre los pescadores lanzaban sus varas para probar fortuna. A más peces ganancia de pescadores. Pero los peces escaseaban. El mar reposaba. Tal vez en esa quietud e insoportable levedad dormitaban bajo sus aguas oscuras. 


Una descalzada niña, con sus manecillas de ébano, desenredaba las finas hebras de un nylon. Llevaba un cuchillo, un recipiente de plástico con carnada y una  tablilla de madera para trocearla e insertarla en el anzuelo.  La niña dejó sus chancletas a un lado.


Un hombre llegó y apoyó su bicicleta en uno de los faroles  del Muelle Real. Sentado en el suelo, desabotonaba sus botas y se quitaba las medias. El hombre las abandonó y buscó posición entre otros atrapa peces. 


La niña, agachada, al borde de una escalera de concreto desvencijada. El hombre, de pie, en la punta del muelle. La niña con nylons raídos. El hombre con sofisticada vara. La niña sola. El hombre conversando con un turista. 


La niña aprendía a pescar. El hombre vivía de pescar. No sé sabe quien enseñaba a pescar a la niña. Quizás fue ese mismo hombre, quizás nadie allí lo hizo. Niña y hombre estaban sin zapatos y pescaban en un mar de peces dormidos. La niña decidió marcharse a casa con el cubo vacío. La pesca del hombre aún demoraría.



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